Anda estos días el vicepresidente del Gobierno revolucionando a la corte y a la opinión con sus declaraciones. Primero equiparó a los exiliados republicanos perseguidos por los franquistas con los políticos catalanes huidos de la justicia y ahora ha rematado con que en España no hay una plena normalidad democrática porque se ha aplicado la Ley a quienes cometieron delitos con plena conciencia de estar haciéndolo.

Daba un poco de vergüenza ajena ver a sus compañeros de Gobierno desautorizando las ocurrencias de su vicepresidente con mano de pez en guante de seda y a la ministra portavoz intentando acomodar esas declaraciones en el marco de la campaña electoral en Cataluña. Como si una campaña disculpase el descrédito del país que se gobierna.

El problema no es que estemos en campaña. No solo. La dificultad está en entender que Pablo Iglesias no es un político sino un activista, que no es exactamente lo mismo. Un político democrático busca alcanzar el poder para cambiar lo que del Estado le parece mejorable, por eso sabe bien que cuando llegue al Gobierno se verá obligado a lidiar con las dificultades, a renunciar a cambios que ya imaginaba imposibles para avanzar en los difíciles pero posibles.

El político se compromete, se “mancha” como suele decirse para significar así su pelea con las dificultades cotidianas y con los frenos que siempre existen. Frenos que, de hecho, en una democracia ayudan a que quien gobierna en cada momento no pueda aprovechar la oportunidad para hacer su santa voluntad y darle la vuelta a todo (justo lo que pretendieron los políticos presos y huidos).

La dificultad está en entender que Pablo Iglesias no es un político sino un activista

El activista, en cambio, no necesita la realidad porque ya tiene su emoción, su acción y llegado el caso su heroísmo. Su triunfo no está en conseguir avances políticos, que son bienvenidos si llegasen, sino en mantener el liderazgo de la pasión. El activista es invencible porque no teme perder el poder, que para él no es más que un instrumento temporal con que alimentar el fuego de su reivindicación constante de la justicia que solo él y los suyos poseen y poseerán siempre.

Su percepción instrumental del poder como escaparate evita que el propio poder le manche o le queme. Porque el activista no renuncia nunca a nada (ni siquiera a proponer desde el Gobierno la nacionalización del mercado eléctrico o de los laboratorios farmacéuticos). Y cuando no tiene otra opción que aceptar la realidad se ocupa rápidamente de hacer bien visible su incomodidad y su desprecio. El activista no acepta renuncias ni compromisos, aunque se siente en el Consejo de Ministros. Toma los juramentos de fidelidad al Estado y a sus instituciones como parte del teatrillo del poder, no como obligaciones auténticas. Veremos cuando deje de ser vicepresidente si se sabe o no todo lo hablado en los Consejos de Ministros, punto por punto.

No hay comunista que valore el poder si este no es absoluto así que el reino de nuestro vicepresidente no es el de las imperfectas democracias liberales, llenas de incómodos equilibrios y desesperantes contrapoderes, sino el del mensaje apasionado y siempre puro de la liberación de “la gente” con el que continuará cuando el episodio temporal de estar en el Gobierno haya concluido. Su objetivo es ser conciencia viva encarnada. Ser vicepresidente será solo un episodio, una herramienta como lo fue su televisión, lo es su partido o lo será lo que venga después. Un episodio, eso si, que le servirá como pedestal de legitimidad desde el que nos seguirá reprochando hasta el final y recordándonos que “si se pudo”. Bueno, que él pudo. Insisto: invencible.