Hace unos días Crónica Vasca publicaba un interesante reportaje sobre los jóvenes y sus dificultades para conseguir una vivienda en alquiler. Interesante y demoledor. Tan demoledor como que, no la actual sino la crisis de 2008 supuso para los jóvenes españoles que su riqueza se redujese en un 94%, mientras su renta mediana descendía un 22%.

En este escenario encaja bien la declaración de un rider, falso autónomo por supuesto, que hace unas semanas decía encantado que ojalá tuviese ese trabajo toda la vida; que era donde más cobraba de todos los múltiples empleos, todos precarios, que había tenido.

Hoy ser mileurista ya no es visto como un fracaso para la sociedad sino como una aspiración para millones de jóvenes que han visto cómo se derrumbaban sus esperanza

Cuando nació el término “mileurista” (en una carta a El País de hace 16 años) se entendió como un fracaso social. Era la inaceptable prolongación de una situación admisible cuando era provisional pero que, al alargarse, se convertía en frustrante para los jóvenes, a los que impedía su desarrollo personal y su emancipación. Aquellos tiempos ya pasaron; hoy ser mileurista ya no es visto como un fracaso para la sociedad sino como una aspiración para millones de jóvenes que han visto cómo se derrumbaban sus esperanzas y cómo resultaba falso lo que les dijimos: que su esfuerzo en formación les daría resultados. No fue así.

No solo eso, a los jóvenes se les dijo también desde antes de la crisis de 2008 que el mercado buscaría personas con movilidad geográfica y funcional, con disposición a viajar, sin ataduras, que se olvidasen de tener un empleo para toda la vida, que posiblemente tuvieran 10 o más a lo largo de toda su carrera. Todo eso se les vendía como signos de modernidad y brillo de un futuro internacional, lleno de dinamismo y en el que “lo único que iba a permanecer era el cambio”. Albricias! qué suerte tenéis los jóvenes que vais a ver mundo y a trabajar en cosas variadísimas, sin ataros a una rutina como nosotros. No se pensó entonces que años después, en 2019, un 27% de todos los contratos en España serian de siete días o menos y que si nos vamos hasta los de un mes el porcentaje ascendería a un 48%. No les dijimos que lo de la temporalidad de los contratos los movería no por el mundo sino por su propia ciudad, pero siempre con la lengua fuera, como los riders.

Por supuesto que no compraron pisos, ni coches nuevos, ni formaron familias, ¿para qué? si estaban esperando sus anunciadas oportunidades

Pero ellos y ellas nos creyeron entonces. Y empezaron a actuar de forma responsable, aprendiendo idiomas, no comprometiéndose con gastos prolongados en el tiempo, viajado, formándose en las disciplinas tecnológicas más variopintas. Nos escucharon y actuaron con toda lógica, preparándose para ese futuro que les explicamos. Mientras esperaban aceptaban trabajos chapuza, con salarios que no les daban más que para tomarse unas cañas y si acaso hacer algunos viajes porque nunca sabían si tendrían empleo o no el año que viene, el mes que viene o la semana próxima. Por supuesto que no compraron pisos, ni coches nuevos, ni formaron familias, ¿para qué? si estaban esperando sus anunciadas oportunidades. Esas que no llegaron y siguen sin llegar.

La profunda diferencia con sus abuelos es que aunque estos vivieron momentos de estrechez mayor que los jóvenes de hoy, tenían la esperanza, bien fundada, de que con esfuerzo mejorarían; que poco a poco su situación iría a mejor, como de hecho ocurrió. Nadie les regaló nada, por supuesto, pero tampoco les robaron la esperanza. Los abuelos no tenían para pagarse cervezas, teléfonos y viajes pero poco a poco fueron teniendo para una casa modesta, para hacer un proyecto vital porque había esperanza en mejorar. Los jóvenes de hoy viven mejor, claro que sí, pero no saben si alguna vez en su vida lograrán ingresos recurrentes que les permitan pagar algo más que unas cervezas, un teléfono y algún viaje.

Corremos el riesgo de ver cómo los jóvenes se instalan indefinidamente en esa precariedad mejor o peor llevada o el de ver que los que finalmente puedan despegar sus proyectos de vida lo tengan que hacer fuera 

El cierre de otro colegio en Bilbao hace unas semanas nos valió para recordar que en una década el País Vasco ha perdido nada menos que un 30% de alumnos y que el fenómeno parece imparable. Ahora resulta que nos alarma que esos jóvenes que viven en la cuerda floja no tengan hijos, que no formen familias, que no compren pisos ni coches, que no se endeuden. Eso, que tanto preocupa y que empobrece el país, es el resultado de muchos años de precariedad y de incertidumbre.

No sé cómo lo arreglaremos pero con sueldos mileuristas (con suerte) y con precariedad laboral estaremos garantizando que se cierren más y más colegios y que al fin la sociedad pierda fuerza y oportunidades. Corremos el riesgo de ver cómo los jóvenes se instalan indefinidamente en esa precariedad mejor o peor llevada o el de ver que los que finalmente puedan despegar sus proyectos de vida lo tengan que hacer fuera y nosotros seamos un día solo los aitites que todavía viven en Euskadi.