La película ya la habíamos visto y el argumento se resume rápidamente: se reúnen los gobiernos de España y Cataluña para ver si eso. Desde que se estrenó la primera versión en enero de 2019 ha pasado por medio ni más ni menos que una pandemia, pero se diría que no, a tenor de la posición que sigue mostrando, pertinaz, el independentismo catalán precariamente cosido, casi con pespunte, al gobierno de la Generalitat. Ampliación o no del aeropuerto de Barcelona, recuperación después del revolcón económico y social de la pandemia, prevención de cara a un futuro que augura más desastres por el estilo, integración europea… todo eso son auténticas chorradas si las colocamos al lado del gran problema que tiene Cataluña: la autodeterminación. No lo digo yo, lo dice la portavoz del principal partido del gobierno catalán, Marta Vilalta.

Es la cantinela que repite Gabriel Rufián en Madrid cada vez que detecta un micrófono a tiro: lo importante es la autodeterminación y todo lo demás será defraudar. Desde el propio gobierno de España, facción Podemos, se hace coro con la misma melodía de fondo: se tiene que poder hablar de todo, es decir, de la autodeterminación. Creo que nadie dice lo contrario y, de hecho, ese es uno de los tópicos más usuales de la política española. Otra cosa bien diferente es que hablar de ello sea necesario y obligatorio.

Lo que los indepes llaman autodeterminación no es, en realidad, más que un truco de prestidigitación para convertir una propuesta política en un derecho colectivo. Lo que quiero es la independencia, parece que por la vía marcada por las reglas del juego pactadas y aceptadas no podré si quiera iniciar el camino, pues se me requieren dos tercios del parlamento catalán a favor. No hay problema: convierto mi propuesta en un derecho irrenunciable del pueblo de Cataluña y con ello puedo, o bien arrasar con todo, como en septiembre y octubre de 2017 (sobre todo si tengo a un indolente en Moncloa que dice que no pasa nada), o puedo exigir al gobierno de España que venga a una mesa a hablar de lo mío, que para eso es un derecho y, además, colectivo.

Considero que hablar, dialogar, debatir, votar y decidir es lo que hay que hacer en una democracia bien plantada

Convertir la ideología propia en derecho colectivo conlleva un anuncio que ya hubiera querido para sí la patrística: pueblo, tienes el derecho irrenunciable a hablar, debatir y pronunciarte libremente… sobre lo mío. Hay que reconocer que vistiendo al santo los defensores de la autodeterminación no tienen rival. A ver quién es el osado que puede negar al pueblo el derecho a que se pronuncie, a que vote, a la democracia. Lo hemos oído un sinfín de veces, no solo en Cataluña: derecho a decidir, gure esku y sus muchas variantes. Quienes se oponen a ello no son demócratas, les asusta la voz del pueblo, no son valientes o son, simplemente, unos fachas.

Yo debo ser de alguna de esas tribus, porque no acabo de verlo. Considero que hablar, dialogar, debatir, votar y decidir es lo que hay que hacer (y tenía la impresión de estar haciéndolo desde hace varias décadas) en una democracia bien plantada. Pero había entendido siempre que la democracia no consiste en que uno dice sobre qué hablamos, dialogamos, debatimos, votamos y decidimos y los demás bailamos a su son, sino que se trata de que cualquiera pueda hacerlo. Es decir, que lo bueno de la democracia es que no tenemos que estar todos los días haciendo referéndums sobre cada propuesta que surja, sino que podemos articularlas en partidos políticos, estos presentar sus programas y entonces sí hablamos, dialogamos, debatimos, votamos y decidimos.

O reconocemos todos que hay una ideología y una propuesta superior y otras, las de los demás, de segundo orden, o aceptamos que todas deben concurrir en igualdad

Los partidarios de la autodeterminación suelen argumentar que su propuesta es prioritaria porque se trata de determinar lo básico, que es, por supuesto, la independencia. Lo adornan también muy bien: ser para decidir, establecer el demos, hola república y cosas por el estilo. Muy mono todo, pero creo que siguen dando gato por liebre. O reconocemos todos que hay una ideología y una propuesta superior y otras, las de los demás, de segundo orden, o aceptamos que todas deben concurrir en igualdad. Si nos parece lo más justo y democrático lo segundo me podría haber ahorrado todo lo anterior porque tiene un nombre que les sonará enseguida porque en España lo hemos practicado últimamente a porfía: se llama elecciones.

La idea del referéndum de autodeterminación es, creo, la solución menos democrática que podría adoptarse en un escenario como el catalán.

La idea del referéndum de autodeterminación es, creo, la solución menos democrática que podría adoptarse en un escenario como el catalán. Hace unos días Salvador Illa urgía a los catalanes a buscar un suelo común, un nuevo consenso, antes de que lo único que tengan en común sea solo la frustración. Creo que es sensato y que lo que más frustración añadiría ahora en Cataluña sería un referéndum que obligue a toda la sociedad catalana a pronunciarse sobre una de las propuestas ideológicas cuando de lo que se trata, en efecto, es de buscar un denominador común entre todas ellas.