No habrá un referéndum de autodeterminación en Cataluña acerca de la independencia, el PSOE nunca lo aceptará. No lo crees ni tú. Ya veremos. Nos engaña, por supuesto que lo habrá, de hecho, ya lo ha pactado. Eso podría ser una apretado resumen de los que hace unos días se dijo en el Congreso, al dar cuenta el presidente del Gobierno de la concesión de indultos a los líderes del procés condenados por el Tribunal Supremo. Nada nuevo, nada sustancioso.

Que no es posible un referéndum de ese tipo sin una reforma previa de la Constitución parece bastante evidente: no habría por dónde encajarlo en nuestro ordenamiento. Lo sorprendente, entonces, es que se dé con tanta facilidad por hecho que lo habrá prácticamente por todos los actores políticos del Congreso, excepto por los partidos del Gobierno. Seguir hablando de la eventualidad de un referéndum de este tipo debería ser tan sorprendente como hablar de la posibilidad de retirar el voto a una parte de la sociedad por cualquier razón. Si esto segundo a nadie se le ocurre (de momento, al menos), de lo primero, la autodeterminación, se habla con una pasmosa frivolidad.

Seguir hablando de la eventualidad de un referéndum debería ser tan sorprendente como hablar de la posibilidad de retirar el voto a una parte de la sociedad.  Si esto segundo a nadie se le ocurre, de lo primero, la autodeterminación, se habla con una pasmosa frivolidad

 

Quizá esto obedezca, al menos en parte, al hecho de que cuando entra en danza esa palabra se asume que viene cargada de contenido democrático. Ello conlleva la nada fácil tarea de demostrar por qué un sistema democrático como el español no puede asumir el coste de un proceso de este tipo. Refuerza mucho esta impresión el hecho de que otro Estado, también democrático, haya optado por esa vía del referéndum. Pero ¿y si la autodeterminación no fuera un proceso tan democrático como parece darse por descontado? ¿Y si, de hecho, fuera la solución menos democrática posible para desenredar el ovillo catalán y, por tanto, la menos aconsejable?

La poca calidad democrática de un referéndum de autodeterminación deriva del hecho de combinar precisamente ambos conceptos, el referéndum y la autodeterminación para aplicarse a contextos de democracias constitucionales maduras como la española. De hecho, como es sabido, en ellas el referéndum es un recurso extraordinario precisamente porque sirve solo para decidir asuntos esenciales sobre los que no caben más que dos posicionamientos. Sería el caso de la opción entre monarquía y república: no cabe que haya un poco de cada o cualquier otra combinación. ¿Es ese el caso en Cataluña? Sin duda para los independentistas así es, encaja perfectamente en esa casuística pues se trata de decidir algo extraordinario y no caben medias tintas. Dicho de otro modo, entienden que la autodeterminación es claramente carne de referéndum.

Pero ¿y si la autodeterminación no fuera un proceso tan democrático como parece darse por descontado? ¿Y si, de hecho, fuera la solución menos democrática posible para desenredar el ovillo catalán y, por tanto, la menos aconsejable?

El problema es que esto es radicalmente falso. Esa, la opción de la independencia, es la de tres partidos catalanes, aunque mediante organizaciones con tan pomposo nombre como Assemblea Nacional Catalana u Omnium traten de transmitir la idea de que es una opción de la sociedad catalana. En ella hay otras, como reflejan periódicamente las diferentes elecciones de todo tipo. Federalistas, confederalistas, autonomistas y centralizadores se suman a los independentistas en una pluralidad de voces que queda muy lejos de la imagen que el independentismo quiere mostrar de ser la independencia o la oposición a ella una opción transversal a toda la sociedad catalana. No lo es más que cualquiera de las otras.

La pregunta entonces es al revés: ¿es democrático que una de las opciones políticas exija un pronunciamiento de toda la sociedad sobre su propuesta? Podrían responder que no se oponen a que se haga lo propio con otras, pero entonces la cuestión es por cuál empezamos y cómo gestionamos los resultados de, al menos, cinco referéndums. Ni que decir tiene que para ello las democracias maduras, como la española, han desarrollado un mecanismo mucho más eficaz. Se llama elecciones y se practican regularmente en Cataluña. Ahí sí cada cual presenta su propuesta y comprueba su grado de aceptación social. Aquí la respuesta independentista suele ser muy frustrante: de este modo es imposible. En efecto, es lo propio de las democracias maduras, que los partidos no puedan establecer, incluso ganando, de manera absoluta o en máximos su programa, porque, como le recordó la profesora Marlene Wind a Puigdemont aguándole su primer minuto de gloria como “exiliado”, la democracia no es solo votar sino también respetar la Constitución.

La pregunta entonces es al revés: ¿es democrático que una de las opciones políticas exija un pronunciamiento de toda la sociedad sobre su propuesta?

La autodeterminación, a diferencia de las elecciones, surge de un planteamiento binario de la política (sí o no) y lleva a las sociedades, en el mejor de los casos, al filo de la navaja. Suele decirse que esto se hizo en Escocia en 2014 y no pasó nada. En efecto, exactamente nada, hasta el punto de que seis años después los 'indepes' escoceses están reclamando un nuevo referéndum, cosa que no harían si el resultado hubiera sido el contrario. ¿Se trataba entonces de democracia o de qué hay de lo mío? Los sistemas, como el nuestro, que permiten otras posibilidades al asentar el principio constitucional del derecho a la autonomía, tiene más opciones que el filo de la navaja. Usémoslas y no demos por descontado el abismo.