Los únicos días en que Donald Trump no cumplió con sus horas de golf fueron los últimos que pasó en la Casa Blanca. Con anterioridad, no hubo crisis ni campaña que evitaran que el peor presidente, de largo, que ha tenido aquel país dedicara buena parte de su tiempo a darle al palito. Pagaban, por supuesto, a escote sus fellow-citizens: ciento cincuenta millones de pavos aprox. Si los últimos días no pudo cumplir con esta impostergable obligación era, precisamente, porque estaba haciendo el golfo. Tanto daño como pudo. Cuestionó todo el sistema electoral de su país, amnistió al gurú de Vox y otras extremas derechas y finalmente alentó un intento de golpe de Estado desde los mismos jardines donde en horas perdidas también había golfeado.

Una de sus brillantes ideas de última hora consistió en reconocer la soberanía marroquí sobre el Sahara occidental. Con ello el gobierno vecino conseguía calmar los ánimos internos ante la contrapartida exigida por la fina diplomacia trumpista: normalizar sus relaciones (que ya lo estaban bastante) con Israel, gobernada entonces y ahora por un aliado inquebrantable de la internacional de extrema derecha y decidido a dar al problema palestino una solución final. El pelotazo se veía venir desde que Marruecos violara un mes antes el alto el fuego entrando en los territorios saharauis a mandoble limpio, y las consecuencias fueron inmediatas, comenzando por la suspensión de la cumbre de alto nivel con España, mal disimulada aludiendo a la pandemia.

 

¿Alguien cree casual que el movimiento en el tablero de Marruecos se haya hecho coincidir al corre corre con la crisis en Gaza?

 

Si se trataba de hacer daño hay que reconocerle a Trump y asociados que han estado acertados. En primer lugar le deja un marrón a su sucesor, a quien odia con toda su alma, que tarde o temprano va a tener que enfrentar con la vista puesta no tanto en Marruecos o el Sahara, sino en Israel, que son palabras mayores. El secretario de Estado no ha mencionado Ceuta, solo Israel y Palestina, o lo que queda de ella. ¿Alguien cree casual que el movimiento en el tablero de Marruecos se haya hecho coincidir al corre corre con la crisis en Gaza? En segundo lugar, le endosa un complicado problema interno a la Unión Europea. Pocos asuntos pueden ilustrar mejor que la cuestión saharaui la falta de criterio común europeo en asuntos internacionales. Francia hizo lo mismo que Trump, pero mucho antes y eso le ha valido una alianza estratégica con Marruecos que ha mimado siempre, empezando por diluir en la ONU cualquier posibilidad efectiva de un referéndum. El otro pilar de la Unión, Alemania, mantiene, sin embargo, una posición favorable a esa consulta en línea con la cada vez más tibia y confusa posición de Naciones Unidas. Patata caliente para Josep Borrell, como si tuviera pocas.

 

España carga todavía con la penitencia del pecado original

 

¿Y España? Pues España carga todavía con la penitencia del pecado original. Que el Sahara fuera español desde la conferencia de Berlín (1884-1885) no tiene más legitimidad que la de cualquiera de los dominios coloniales europeos: me lo quedo en nombre de la civilización. Lo peor, sin embargo, no fue el modo de quedárselo sino el de abandonarlo en 1975. Al franquismo —ese régimen que a Abascal le parece mejor que un gobierno democrático— le debemos varias herencias podridas, entre ellas esa. Todo lo hizo mal. Casi no se le prestó atención hasta que el fosfato hizo su aparición y la política pesquera europea, de la que España estaba fuera, forzó a buscar nuevos caladeros; hasta 1967 no hubo ninguna institucionalización y la asamblea que se creó entonces (yemáa) era un consejo de jefes tribales con escasa relevancia; la única respuesta al movimiento autonomista saharaui fue, cómo no, la represión que incluyó la desaparición del líder del Movimiento de Liberación del Sahara, Basiri y, finalmente, se miró hacia Washington mientras Hasan II cruzaba la frontera para repartirse el pastel con Mauritania.

 

Lo último que necesita España es convertir el Tarajal en un nuevo carajal de su errática política respecto del norte de África

 

No acabó ahí el despropósito, pues la España de la Transición, que bastante tenía con sobrevivir, ni acabó por reconocer el dominio marroquí, ni por apoyar la autodeterminación auspiciada por la ONU. Peor aún, la sala de lo civil del Tribunal Supremo no hace nada, en 2017, sentenció que el Sahara, en realidad, nunca fue territorio español. Da igual que la mayoría de la sala, como indicó un sólido voto particular, no quisiera saber nada de la historia previa a 1976, porque de lo que se trataba era de denegar la nacionalidad española a saharauis nacidos antes de esa fecha. Indignante, pero cierto.

Asi las cosas, lo último que necesita España es convertir el Tarajal en un nuevo carajal de su errática política respecto del norte de África. Lo que Marruecos ansía, Casado y Abascal lo piden a gritos, pero es que nunca tuvieron muy claro, parece, lo que es el Estado y, menos, la diplomacia. Bastante la hemos pifiado ya desde 1975, como para saber que lo primero es desinflamar y luego tomar decisiones que no son fáciles y que deberían pasar por buscar previamente un consenso en la Unión Europea. Lo que no tiene ningún sentido más allá de arañar un puñado de votos, es sacar ahora las plumas del orgullo nacional. España es UE y solo en en la UE encontrará una solución menos mala para estabilizar su relación con Marruecos.