Recién llegado a las librerías está el libro que Antonio Rivera ha escrito para la editorial Taurus: 20 de diciembre de 1973. El día que ETA puso en jaque al régimen franquista. En poco menos de doscientas páginas se da cuenta de lo esencial de aquel atentado que, como tal, fue mucho más simple de lo que luego se ha querido, en parte porque hay que vender noticias y libros y en parte porque, como dice Rivera, en su propia simplicidad parece inverosímil. Pero sí, un grupo reducido de inexpertos terroristas, sin mucho disimulo y dejando a su paso todo tipo de rastro volaron el coche del presidente del gobierno, asesinándolo junto a su escolta, Juan Antonio Bueno y el conductor, José Luis Pérez. El responsable máximo de la seguridad del Estado, el ministro de la Gobernación, ni enterarse, aunque, cosas de un régimen de camarillas, acabaría siendo el sucesor de Carrero en la presidencia del gobierno.

Si fuera por narrar el atentado en sí, este libro no habría pasado de las cuarenta páginas, y eso explayándose en detalles. Tampoco sería un libro muy interesante, pues más o menos lo que hay es lo que se sabe ya. Su valor hay que buscarlo en aquello que hacen los buenos historiadores y que caracteriza su relato frente a otros: dar profundidad de campo a la narración y contextualizar. En primer lugar, al propio Carrero, cuya principal característica fue, sin duda, la fidelidad a Franco, aunque, como se argumenta bien en este texto, nunca fue su válido, aunque sí, en cierto modo, fue su balido. Lo primero de ninguna manera porque Franco, que usó y abusó de todos los emblemas de la realeza, nunca se consideró, ni de lejos, un monarca y, menos aún, uno de esos que se iban a cazar y dejaban los asuntos en manos de un preferido. Conviene recordar que uno de los principios de la dictadura, establecido en 1938, la “suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general” adjudicada a Franco, estuvo vigente hasta su muerte. Balido sí, porque a medida que la salud del dictador se fue resintiendo, uno de sus puntos débiles fue precisamente la voz, que nunca había tenido muy allá y Carrero, ya antes de ser presidente del gobierno, hacía esa función de voz (lo de que sea voz de carnero ya es cosa mía).

Su valor hay que buscarlo en aquello que hacen los buenos historiadores y que caracteriza su relato frente a otros: dar profundidad de campo a la narración y contextualizar.

Carrero en vida fue mirado con rencilla por buena parte de los grupos de poder del régimen, especialmente por la camarilla de la esposísima (esta seguramente sí se creyó algo parecido a una María Luisa de Parma) que no tardó un segundo tras el asesinato en aupar a la presidencia a Carlos Arias. A diferencia de su predecesor, Arias no sabía muy bien qué rumbo tomar y, de hecho, ensayó varios para no llegar al final a ningún sitio. Carrero sí tenía un plan, pero no era de salida del franquismo sino de salida de lo que se denominaba (hay que reconocer que el régimen esto se lo curraba) “el hecho biológico”. De su factoría salieron la Ley de Sucesión (1947), la Ley de Régimen Jurídico de la Administración (1957) y la Ley Orgánica del Estado (1967). Si Carrero tenía un plan, este era la prolongación juridificada del régimen.

Y si en vida era incómodo para muchos allegados a las orillas del poder franquista, muerto, como dice Rivera, fue un cadáver incómodo para todos. De los franquistas, acabó apropiándose del muerto la facción más continuista con el 18 de julio, Fuerza Nueva y asociados. Para la oposición del momento, ¿qué decir? El PCE procuró distanciarse cuanto antes por la cuenta que le traía y porque una antigua militante, Eva Forest, había estado en ello. Otros, como el PSOE, vinieron a decir que el régimen se lo había buscado, aunque ese no era su camino.

Como le confesó en 1976 José Manuel Pagoaga, Peixoto, a Mario Onaindía los militaristas de ETA se encontraban más cómodos en dictadura que en democracia.

Por su parte, los autores del crimen tuvieron que comenzar por convencer a la audiencia que habían sido ellos, y solitos. Luego tuvieron que interpretar a su modo la significación del magnicidio, tarea a la que se aplicó Pertur (el más preparado sin duda). Como suele ser habitual en los análisis concienzudos de los revolucionarios, no dio una. El asesinato de Carrero no marcó en ningún sentido el inicio de la Transición y, de hacerlo, ETA habría hecho un pan con unas hostias porque eso era justamente lo que no quería ver ni en pintura. Como le confesó en 1976 José Manuel Pagoaga, Peixoto, a Mario Onaindía los militaristas de ETA se encontraban más cómodos en dictadura que en democracia.

Pero, sobre todo, ETA nunca supo gestionar convenientemente la gran 'ekintza' de su siniestra historia. La única manera de hacerlo habría sido seguir el camino que precisamente Pertur marcó con nulo éxito justo antes de su asesinato a manos de la misma ETA: transformarse en partido político y disputar desde ahí al PNV la hegemonía en el mundo nacionalista. Para cuando lo ha hecho, cuarenta años después, el partido resultante, Bildu, tiene que soportar la losa de un “relato” (o sea, una sarta de falsedades) infumable que le impide conformar alianzas efectivas para desbancar al PNV. A partir de 1973 lo que ETA considerará también grandes 'ekintzas' (Zaragoza, Hipercor, Tomás y Valiente, Miguel Ángel Blanco, Buesa…), tendrán un efecto completamente diferente del “carrerazo”: de cada una de ellas saldrá más debilitada. Al final, estas historias de terroristas, si no fuera por el contexto, serían de una simplicidad abrumadora: mato, luego existo.

A partir de 1973 lo que ETA considerará también grandes 'ekintzas' (Zaragoza, Hipercor, Tomás y Valiente, Miguel Ángel Blanco, Buesa…), tendrán un efecto completamente diferente del “carrerazo”: de cada una de ellas saldrá más debilitada.