Más de cuarenta días de invasión en Ucrania dan como para que cada persona se retrate, es decir, para que cada una de nosotras se haya hecho la pregunta de ¿Cómo actúo yo ante las situaciones críticas que sufren otras gentes? O ¿Qué estoy dispuesta a hacer para aliviar el padecimiento de quienes tienen que huir de su casa y de su país con lo puesto? Me da que cuando nos enfrentamos a esas preguntas no nos vemos demasiado guapos.

Desde que se desató el conflicto promovido por Putin, una ola de solidaridad recorrió las calles de nuestros pueblos y ciudades. Abrimos los trasteros, vaciamos los armarios, algunos llenaron de gasolina los depósitos de sus coches y se trasladaron a Polonia para servir de transporte a quienes huían de la guerra y otros se decidieron por lo más sensato, enviar dinero a través de organizaciones internacionales que saben, y así nos lo cuentan, que lo más efectivo es donarles efectivo para poder comprar en terreno todo lo necesario y cubrir así los requerimientos de la población agredida. 

Ese movimiento solidario ha ido menguando y las acciones de apoyo se han ido dirigiendo mejor, alejadas de los primeros impulsos que nos llevan a donar cosas que encuentran poca utilidad en esos momentos. Recuerdo haber escuchado a una mujer decir orgullosamente que había donado en Bilbao toda la ropa de esquí que tenía guardada en su casa. Se supone que esa donación de ropa iba destinada a refugiados y refugiadas recién llegadas a la Villa con la intención de permanecer entre nosotros hasta que las circunstancias le permitan volver a su país. No, no me imagino a una familia vestida con ropa de esquiar recorriendo la Gran Vía bilbaína. No vestimos así por aquí. Supongo que la conciencia de esa mujer quedó bien tranquila después de haber entregado ese material. Y su trastero vacío. Hay una enorme diferencia entre caridad y solidaridad. Esto último es lo que necesitamos ahora. 

 

Ese movimiento solidario ha ido menguando y las acciones de apoyo se han ido dirigiendo mejor, alejadas de los primeros impulsos que nos llevan a donar cosas que encuentran poca utilidad en esos momentos

 

Dicho todo esto me gustaría hacer partícipes a todos los y las lectoras de este artículo de una experiencia personal vivida recientemente. 

Cada día, hombres y mujeres llegan hasta Euskadi desde diversos países africanos. Nadie ha ido a buscarlos, aunque sus pueblos también estén en guerra. Nadie les ha ofrecido su casa para alojarse el tiempo que sea necesario, aunque sean mujeres que vienen acompañadas de sus niños y niñas. Nadie ha escolarizado a esas criaturas, sobre todo porque han tenido que esconderlas para no ser descubiertas. Nadie les ha hecho un recibimiento ni ningún alcalde ha salido a su encuentro. Nadie ha hecho nada en los más de tres años de media que dura su viaje, un viaje en el que han encontrado violencia, tráfico de personas, violaciones en el caso de las mujeres, muerte de familiares en el mar o en el desierto y sobre todo, mucha soledad. 

 

Cada día, hombres y mujeres llegan hasta Euskadi desde diversos países africanos. Nadie ha ido a buscarlos, aunque sus pueblos también estén en guerra

 

El rio Bidasoa se ha convertido en el Mediterráneo vasco. Prácticamente a diario hay personas intentado cruzarlo para llegar a Francia. Solo cincuenta metros separan las dos orillas, pero esa es una distancia insalvable para alguien que no sabe nadar y  no está acostumbrado a las aguas gélidas. A su paso por Irun, cerca del rio, los y las migrantes tienen la suerte, a veces, de encontrarse con una red de personas voluntarias que con sus propios vehículos se encargan de “pasarles al otro lado”. Se trata de una red solidaria que sabe que ésta será la única forma de que estas personas se acerquen a su destino, generalmente París. Quienes participan en la red reciben un mensaje en el que se les indica que hay personas migrantes en Irun esperando para continuar viaje. Esa persona se desplaza hasta la localidad y les traslada hasta Baiona cruzando los dedos para no encontrarse en el camino con un coche de la Gendarmeria. 

 

El rio Bidasoa se ha convertido en el Mediterráneo vasco. Prácticamente a diario hay personas intentado cruzarlo para llegar a Francia

 

He tenido la oportunidad de participar en uno de esos traslados. Tres jóvenes de Costa de Marfil llevan más de dos años viajando para alcanzar su sueño europeo. De su país de origen viajaron hasta Marruecos, de ahí a Gran Canaria, de la isla a Irun, de Irun a Baiona. En ese punto les pierdo la pista. Cuando entran en el coche me sorprenden varias cosas; su aspecto impoluto, su discreción, su seriedad y su escasísimo equipaje que se reduce a una mochila casi vacía. Y su dignidad, también me sorprende, y me alegra, su dignidad. A pesar del miedo, de no saber nada de quienes estamos en ese coche, de arriesgarse a viajar con alguien a quien no han visto nunca y podría ser un delincuente, a pesar de todo, saben que el riesgo puede merecer la pena. Y desde luego que la merece porque no hay otra posibilidad de ir avanzando kilómetros. 

No vienen de Europa, son negros, su cultura es diferente, África está lejos, no son como nosotros. Por eso no se hacen llamamientos de ayuda a los que respondemos masivamente, por eso no les prestamos nuestra casa, ni vamos a buscarles en nuestros coches ni les ofrecemos nuestro dinero. Es cuestión de colores. 

 

No vienen de Europa, son negros, su cultura es diferente, África está lejos, no son como nosotros. Por eso no se hacen llamamientos de ayuda a los que respondemos masivamente

 

Sin duda me siento orgullosa de la respuesta que Europa, sus gentes, han dado a la invasión rusa en Ucrania y de cómo nos hemos volcado en ayudar a quienes huyen del horror. Solo me falta que quienes huyen de otros horrores como los que se viven aún hoy en Siria, en Yemen o en Etiopía sean tratados de la misma manera. 

No hay personas ilegales, nadie debería perder la vida huyendo del horror y, sobre todo, nadie debería sentirse solo en un mundo lleno de gente. Pero claro, todo depende, una vez más, del color con que se mire.