En 1790 hacía siete años que Inglaterra había firmado la paz de París con los Estados Unidos, poniendo fin a la guerra de Independencia que los norteamericanos llaman la guerra Revolucionaria (1775-1783). Como había dicho su declaración del 4 de julio de 1776 eran y debían ser considerados “estados libres e independientes”, pero estaban en la ruina, sobre todo los Estados del norte. Habían contraído tantas deudas para pagar dicha guerra que o literalmente ahogaban a impuestos a sus nuevos ciudadanos o nacían como malos pagadores y, por lo tanto, como presa fácil para cualquiera de las monarquías europeas con apetencias imperiales, incluidas las que les habían echado una mano contra Inglaterra, Francia y España, solo porque era Inglaterra.

Pero había otra solución. Alexander Hamilton, el primer ministro de Hacienda de los EEUU, concibió la jugada de que la enorme deuda acumulada en la guerra de independencia fuera pagada a escote por todos los estados de la Unión. Se trataba de un montante de veintiún millones y medio de dólares (es decir, de pesos españoles, que era la referencia del Congreso Continental), un pastón en la época. Por supuesto, la reacción de los líderes sureños, como Thomas Jefferson o John Adams fue algo así como “de entrada, no”. Una cosa era haber hecho juntos la guerra a Inglaterra y otra que los vecinos de Virginia (que, por cierto, había pagado ya la mitad de su abultada deuda) fueran a echarse encima la de Massachussets o Nueva York.

Alexander Hamilton, el primer ministro de Hacienda de los EEUU, concibió la jugada de que la enorme deuda acumulada en la guerra de independencia fuera pagada a escote por todos los estados de la Unión. Se trataba de un montante de veintiún millones y medio de dólares, un pastón en la época.

Si el remate de la unión federal (y no confederal) de EEUU se postergó hasta los años sesenta del siguiente siglo, en 1790 se dio el primer y decisivo paso. En el verano de ese año Hamilton se llevó a su casa a cenar a los dos personajes más relevantes de los estados del sur en la política norteamericana y les convenció de la necesidad de asumir la deuda como un compromiso federal. A cambio obtuvieron que el norte permitiera que la nueva capital federal se estableciera en el sur y no en Nueva York. De esa cena surgió, en buena medida, como Hamilton sostuvo, la unión federal norteamericana.

No era fácil para estos británicos americanizados aceptar la deuda pública, sobre todo si era de otros. David Hume, quien murió el año de la independencia de EEUU, había alertado contra la deuda pública como uno de los mayores males políticos. Hume reflexionaba en 1752 dando por hecho que el gobierno y el parlamento de Inglaterra estaba formado por un atajo de corruptos. Eso mismo pensaban los patriots americanos y para eso habían hecho la revolución, para terminar con la corrupción y el mal gobierno. Hamilton logró convencer a Jefferson y Adams haciéndoles ver que la deuda pública, si estaba gobernada de manera decente, era un elemento de unión más fuerte que la guerra.

Europa en 2020 no sale de una guerra, pero sí de la situación más catastrófica que ha vivido desde que existe la Unión Europea o sus antecedentes. El símil de la pandemia coronavírica con una guerra fue muy recurrente, sobre todo en los primeros momentos, cuando más asustaba. Las diferencias son obvias, pero el efecto demoledor sobre la economía europea en su conjunto es notable se mire como se mire. ¿Estamos en la misma situación que los americanos en 1790? Ni mucho menos, porque estamos bastante peor. O, mejor dicho, lo estaríamos si no existiera la Unión: buena parte de los estados que la forman estarían ya en bancarrota y sin acceso alguno a mercados de deuda.

Europa en 2020 no sale de una guerra, pero sí de la situación más catastrófica que ha vivido desde que existe la Unión Europea o sus antecedentes.

Poniendo el mapa más o menos del revés (el norte en el sur y viceversa), el debate sobre la deuda que hay en la Unión recuerda algo al que tuvieron los americanos. Quizá aquí el papel de Jefferson lo haya jugado Angela Merkel: con su deuda particular más o menos controlada accede a asumir una parte nada desdeñable de la deuda de otros a cambio de salvar la Unión. No es tampoco casual que los líderes que en esta tesitura se muestran más favorables a una profundización federal de la Unión sean los que más se juegan con la deuda (España e Italia, con Salvini fuera, entre ellos).

En efecto, la deuda puede jugar a favor de una Europa más unida porque pocas cosas unen como una buena deuda conjunta. El Brexit, sin ir más lejos, probablemente no se habría producido. No conviene perder de vista, sin embargo, a David Hume, que de ingenuo no tenía un pelo, y recordar que junto a la deuda tiene que ir la decencia y el buen gobierno. Dicho de otro modo: la Unión, para controlar esa deuda, tiene que hacerse más Estado, más república europea, pero (y es te pero es esencial, con toda razón, para muchos paganos en esta jugada) los estados de la Unión deben también manejar decentemente sus cuentas. Decency era, para Hamilton o Jefferson, la cualidad política que se oponía a la corrupción, contra la que se habían rebelado en 1774.