Con esto de la pandemia, ya no estamos seguros de nada, todo nos parece posible y, por ello, no tenemos ninguna certidumbre en el futuro, solo miedo. Pero sí sabemos algo: esto no va bien. Algo está mal. Y cuando esto pasa, se debe bien a que tenemos un sistema institucional ineficaz, o que los ineficaces son los responsables. Yo creo que nos pasan las dos cosas a la vez. 

En el lejano marzo comenzamos el confinamiento, con los niños subiéndose a las paredes y los mayores queriendo romperlas. Las administraciones públicas reaccionaron rápido y echaron la persiana; todos a teletrabajar y los ciudadanos normales que querían algo con la Administración se volvieron locos. Aprendimos a hacer teleconferencias, aprendimos lo que era 'Zoom' o 'Jitsi'. Mientras los chinos hacían hincapié en el uso de las mascarillas, las autoridades de aquí, todas, decían que tampoco era para tanto, que no hacía falta. ¡Qué iban a decir! El drama no era la eficacia o no de las mascarillas sino que no teníamos ninguna. Los chinos se convirtieron en zoco árabe. Y las comunidades autónomas cogieron las chequeras y se pusieron a comprar en los callejones oscuros del mercado negro. Y una mujer no muy conocida vio la oportunidad de hacerse notar marcando su territorio y comenzó a comprar aviones llenos que nunca volaban, millones de mascarillas que solo existían en su imaginación y en las cuentas de comisionistas. Un empleado de almacén me resumió la situación con una frase certera, “menuda mierda de país somos, ni siquiera somos capaces de fabricar unas puñeteras mascarillas”. Eran tiempos en los que los territorios luchan de mentiras contra el “mando único”. 

Miles de ancianos encerrados por fuera para que no pudieran ir a ocupar espacio a los hospitales caminaban como fantasmas, abandonados hacia una muerte inhumana y solitaria.

Hoy, seguramente, la foto nos hace gracia, pero en su día, finales de junio, logró portadas. El lehendakari Urkullu y el presidente Revilla se juntaron en un lugar, -que para adecuarse a los tiempos ha duplicado su nombre, -Covarón para los cántabros, y el más rotundo de Kobaron para los vascos- como dos jefes de estado en la frontera de ambos, como diciendo, “hasta aquí lo mío, lo otro es tuyo”, en plan colegas. 

Y algún progre bienpensado hizo la siguiente reflexión, que tuvo su aquel: “Esto va en serio, el virus no distingue entre ricos y pobres, ataca a todos por igual”. Bueno, luego se ha visto que no, que el virus ya tenía potentes aliados entre los pobres antes de empezar a atacar: el hacinamiento de los temporeros, barrios saturados, mala sanidad pública, millones en el mundo que tenían que hacer la elección trágica entre el hambre y el virus.

Y surgieron, como flores de primavera, un montón de términos, uno que me enfada es el de la “distancia social”... Hombre, será distancia física entre personas, porque la otra, la social, ya la teníamos y el virus la ha hecho acrecentar. Hoy la distancia social, la brecha entre los ricos y los que no, es mayor que antes del virus y se está haciendo tan de hierro que parece ya imposible que las poblaciones empobrecidas puedan cruzarlo algún día.

Y a lo largo de esos meses surgieron bulos, o directamente mentiras, con naturalidad. No me refiero a los exabruptos de Trump, no. Eran noticias impresas en negro en periódicos de renombre: perros que detectaban el virus, mascarillas que se ponían fluorescentes a su contacto. Un señor que decía ser medico, con voz pausada de argentino y cabeza plateada por la experiencia, nos contaba de forma muy didáctica, que el virus se moría a los 26 grados. Recomendaba baños de vapor a la antigua con puchero humeante y toalla en la cabeza. Algunas personas que estaban mal le hicieron caso y, claro, terminaron mucho peor.

Surgieron, como flores de primavera, un montón de términos, uno que me enfada es el de la “distancia social”... Hombre, será distancia física entre personas, porque la otra, la social, ya lo teníamos

Al lado de esta lluvia incesante de anuncios sorprendentes, y algunos milagrosos, el relato que hizo Tucídides sobre la peste que asoló Atenas el 430 A.C. me parece un tratado científico de alto nivel: los síntomas de los contagiados, la sed incontenible en la última fase, de forma que muchos morían junto a las fuentes públicas. (Él se contagió pero logro sobrevivir, Pericles, en cambió, sucumbió a esta peste.)

¡Y nos seguimos riendo de las supersticiones medievales! Estamos dispuestos a creer cualquier cosa, por rara que parezca. El Gobierno de la Generalitat anunció de forma seria que dentro de pocos meses habría vacuna catalana contra la Covid, porque estos españoles, ya se sabe.

Ahora que hemos superado la Navidad sin tener que poner en confinamiento domiciliario a Olentzero, y se anuncia la llegada de las primeras vacunas, parece que damos por terminada la pandemia. Ahora es el momento de pelear por el reparto de las ayudas europeas y, aunque al final no consigamos todo, al menos que la población sepa que sus gobernantes locales han luchado con valor en la defensa de sus derechos. Mientras esta algarabía irresponsable inundaba el ambiente y los medios de comunicación, un silencio negro y la muerte solitaria invadía las residencias.

Miles de ancianos encerrados por fuera para que no pudieran ir a ocupar espacio a los hospitales caminaban como fantasmas, abandonados hacia una muerte inhumana y solitaria. Los relatos de los pocos equipos de aquella operación llamada 'Bicho' por una señora alucinada que quería convertirse en gran empresaria, nos hacen palidecer de terror. Equipos de dos o tres que recorrían residencias, únicamente para poner una cruz negra en las puertas de los moribundos y marcharse cerrando la puerta por fuera, como los pelotones de soldados de viejas guerras que recorrían el campo de batalla ultimando a los heridos.

Yo les digo que todos esos muertos no se han ido, que vagan buscando resquicios de humanidad en nuestras conciencias. Tarde o temprano, un día les tendremos que mirar de frente, y reconocer “vosotros sois nuestro pecado en la época del Covid”.