Nunca he tenido muy claro si las vacaciones llegan cuando más las necesitas o porque como llegan sabes que las necesitas. Este pensamiento me acompaña durante las últimas semanas antes de las vacaciones, cuando ya nada puede dilatarse más, cuando todo tiene que quedar terminado y organizado, no nos vayamos a ir de vacaciones con tareas pendientes; la mente, de alguna manera, necesita sentirse en paz antes de poner el cerrado por vacaciones.

Llega el parón veraniego y todos, menos los ministros y ministras recién nombrados por Pedro Sánchez, a quiénes les han robado las ansiadas vacaciones, apagaremos ordenadores, cerraremos cuadernos y dejaremos nuestros puestos de trabajo para regresar pasadas unas semanas, listos para retomar el trabajo en el lugar que lo dejamos, pero esta vez con la mente despejada.

El verano, ese tiempo en el que por fin podremos hacer lo que llevamos todo el año queriendo hacer, es el tiempo de no hacer nada. Pero, como no hacer absolutamente nada también es aburrido, intercalamos ese no hacer nada con pequeños actos de placer que nos permiten alimentar la mente y el alma con experiencias que nos activan las emociones y que nutren nuestra imaginación, liberados de la exigencia de tener que rendir al día siguiente: ir a conciertos, estar con amigos, bañarnos en el mar o bucear en la piscina; ir al monte, andar en bici, dormir la siesta; comer, cenar, leer, para luego volver a no hacer nada.

En la sociedad hiperconectada de hoy en día, cuando existe el riesgo de convertirnos en víctimas de una sobrecarga de actividad constante, acelerados por el ritmo frenético, nos olvidamos de que cuando perdemos el tiempo anestesiados por el aburrimiento, aprendemos a pensar en soledad, a divagar, a buscar conexiones improbables, a pensar en soluciones que la vorágine de la hiperconexión no nos permite desarrollar.

Rindámonos al verano, nuestro trabajo nos lo agradecerá. Rindámonos a las delicias del dolce far niente, al encanto de no hacer nada, nosotros que podemos, que no hemos sido llamados por un presidente del Gobierno, que no ha sentido piedad por el centenar de personas que estos días toman posesión de sus nuevos cargos, motivados por la vocación de servicio público, a quiénes han dejado sin vacaciones cuando ya acariciaban el verano. De alguna manera somos afortunados, ya lo dice Vetusta Morla, cada cual que tome sus medidas, todavía hay esperanza en la deriva.