No hay más que salir a la calle un día cualquiera para darse cuenta de que estamos viviendo lo que algunos sociólogos han dado en llamar "efecto descorche". Se nos han disparado las ganas de disfrutar de la vida, de vivir cada momento como si no hubiese un mañana, de exprimirnos. Claro que la situación económica no augura muchas posibilidades de que esto se mantenga en el tiempo. Los elevadísimos precios de todo, la gasolina, los alimentos, los viajes, las viviendas y lo que se nos ocurra nos van a hacer aterrizar de golpe en una realidad que se ha agravado por efecto de la guerra. Si no teníamos bastante con las consecuencias de la pandemia, toma taza y media.

Cierto es que la conflictividad laboral y la previsión de un otoño caliente están, no solo sobre la mesa sino también en las calles, pero ahora lo que queremos es vivir con mayúsculas. Ya llegará septiembre y Paco con las rebajas. Ahora queremos disfrutar de lo que tenemos y gastarnos ese ahorro que, dicen, hemos acumulado en pandemia. Y si podemos sumarnos a ese movimiento americano de "la gran dimisión", hacerlo. Es decir, valorar más nuestro tiempo libre y trabajar única y exclusivamente en aquello que nos hace felices. Miles de personas en todo el mundo se han sumado a esa iniciativa y han abandonado sus trabajos, aquellos que no les hacían sentirse realizadas ni profesional ni personalmente. Esos "curros alimenticios" que te dan de comer, más o menos, pero que te convierten en infeliz.

Antes de que llegue el momento de la gran hambruna hemos decidido, sobre todo, viajar.

Antes de que llegue el momento de la gran hambruna hemos decidido, sobre todo, viajar. Vale que estamos en época vacacional y que los traslados por el mundo se multiplican, pero hay lugares que si ya eran intransitables antes de la covid19 ahora son imposibles. Viajamos a lo loco sin importarnos el efecto que esos desplazamientos tienen tanto en el medio ambiente como en las propias ciudades que visitamos. Parece no importarnos que, por ejemplo, el precio de los hoteles hayan subido en algunas provincias, como las andaluzas, un 21%. Pagamos lo que nos pidan porque estamos "descorchados". Las compañías aéreas andan sin personal porque lo despidieron durante la crisis sanitaria y ahora se encuentran con que no tienen personas para completar sus tripulaciones, pero tampoco eso nos importa. Si a última hora nos cancelan el vuelo, Dios proveerá. Total, que hemos decidido que éste va a ser el verano de nuestra vida y nada ni nadie parece que pueda impedirlo.

Mientras, las ciudades más visitables se llenan de turistas que parecen más bien invasores. Arrasan con todo y provocan, como ya ha ocurrido en Venencia y comienza a suceder, por ejemplo, en Oporto que sus habitantes autóctonos decidan tirar por la calle de en medio, recojan sus cosas, cierren sus negocios y busquen nuevos horizontes. Vamos, que el turismo masivo se carga también el comercio local. ¿Quién va a una mercería estando de vacaciones? O a una cristalería, una tienda de electrodomésticos, un local de reparación de calzado, etc. Los locales que ocupan esos negocios van siendo sustituidos por tiendas de souvenirs, que es lo que quieren los turistas. Y el alma de las ciudades va muriendo porque, además, sus mandatarios adaptan las calles a los deseos de quienes les visitan y no a la inversa. Así que nos encontramos ciudades calcadas unas a otras y sin esencia.

La llegada incesante de miles de personas cada día ha desvirtuado totalmente la ciudad -Venecia- y la ha convertido en una mera receptora de turistas

Miedo me da que comience a pasarnos algo similar por aquí. La llegada de enormes cruceros que hacen desembarcar el mismo día a más de 5.000 personas me remite directamente a las imágenes de la última película de Álex de la Iglesia, Veneciafrenia. Cuenta cómo la llegada incesante de miles de personas cada día ha desvirtuado totalmente la ciudad y la ha convertido en una mera receptora de turistas que piensan que el lugar que visitan está a su servicio. No reparan en que donde ahora hay guías y vendedores de recuerdos antes habita gente que se sentía veneciana por los cuatro costados pero que ahora ha perdido totalmente su sensación de serlo. ¡Con lo bonito que es el sentido de pertenencia, el barrio y conocer a tus vecinas!

Ojalá ese efecto descorche, esas ganas de vivir al cien por cien sin preocuparnos de mañana, no pongan fin a nuestra esencia. Apostemos por vivir, sí, pero de forma sostenible, pensando en el futuro inmediato y en las consecuencias que puede tener no lanzar una mirada periférica mientras seguimos descorchando nuestro cava.