Desde Fernando VII, con la excepción del breve Alfonso XII, ningún monarca de España ha logrado finalizar su reinado sin salir por piernas del reino. Esta extraña relación entre los monarcas y el regular funcionamiento de la monarquía ha tenido diferentes causas: la felonía en el caso de Fernando VII, el literal asalto de la corte por los espadones y la corrupción del gobierno en el de su hija o el sometimiento a una dictadura militar en el de Alfonso XIII.

Hay, sin embargo, algo estructural en esa inestable relación entre monarquía y monarcas en la España contemporánea y que no se explica solamente por el comportamiento de sus titulares. Lo vio bien claro Amadeo I en su fulminante paso por el trono español, tanto que se fue sin más, sin molestarse en abdicar. Dos años le bastaron a Macarroni I (así le bautizó una comedia bufa) para constatar que en España o se era el rey de un partido o se estaba perdido en la corte, y prefirió perderse, pero definitivamente. Había entendido a la perfección que la monarquía constitucional requería que el monarca fuera una especie de poder abstracto y no uno más de los actores metidos en el fregado político cotidiano.

En la serie de moda acerca de la monarquía se lo explica con toda claridad María de Teck a su nieta Isabel II. Se es monarca, le dice mientras enciende un cigarrillo a sus ochenta cuatro años, por una designación divina y no por un nombramiento. Aunque pueda sonar esto un poco a Antiguo Régimen, estaba en realidad aludiendo al carácter abstracto de la monarquía constitucional en la que el poder político no interviene en la designación del monarca y el monarca se abstrae del poder político.

Nadie hereda la historia, ni los reyes siquiera. De hecho, la mayor parte de las veces la asumimos a beneficio de inventario; que nos lo digan si no a los vascos y nuestra historia reciente de terrorismo etno-nacionalista.

Esa falta de abstracción, más bien al contrario, ha sido un factor bastante decisivo en la accidentada historia de la relación entre monarcas y monarquía en la España contemporánea. La primera monarquía que ha logrado situarse en esas coordenadas ha sido la actual, tan reciente como nuestra constitución, porque Juan Carlos I fue, en realidad, rey de dos monarquías diferentes. Lo fue primero de la “monarquía del 18 de julio”, como la denominó expresamente su fundador, Francisco Franco, el día de su presentación ante las Cortes como “sucesor a título de Rey”. Esa fue la que, en efecto, se inició el 20 de noviembre de 1975 y duró hasta el 29 de diciembre de 1978, cuando el BOE publicó la Constitución que inaugura una nueva monarquía, la constitucional y parlamentaria. Es esta la primera constitución monárquica de España que demarca claramente esa abstracción del poder político que da sentido a una monarquía constitucional.

Nadie hereda la historia, ni los reyes siquiera. De hecho, la mayor parte de las veces la asumimos a beneficio de inventario; que nos lo digan si no a los vascos y nuestra historia reciente de terrorismo etno-nacionalista. Felipe VI haría bien en tener esto muy presente porque su entrada en el oficio de reinar no ha sido precisamente un camino de rosas: su padre liquidó a todo correr su reinado por razones que ahora vamos sabiendo, su primera ocasión de proponer un candidato a la presidencia del Gobierno fue un desastre (como la tercera), el nacionalismo catalán llevó su actitud levantisca hasta el caos de octubre de 2017 y de remate, la pandemia. Peor, imposible. Podría pasar a la historia como el rey gafe.

Quizá Felipe VI logre asentar esta joven monarquía que nació cuando él era un niño. O pasa a la historia como Felipe el abstraído o más vale que lidere él mismo el tránsito a la III República española.

Pero con todo ello, el reinado de Felipe VI vuelve a tener a su peor enemigo en casa. Ahí sí debería estar atento a la historia y aprender de ella. De manera burda y deshonrosa para su profesión un grupo nada despreciable de militares viejunos le andan pidiendo al rey que haga lo que no debe. Hace muy bien en no darse por aludido y dejar que se ocupe la fiscalía. Más peligro tiene la creciente insistencia desde diferentes partidos en politizar su figura. Bien sea porque se le asocia con la monarquía del 18 de julio, extinta como sabemos, bien porque se le asegura que se le defenderá del Gobierno, que es su enemigo declarado, lo que se busca es que Felipe VI se convierta en un rey político. En el primero de los casos porque se cree (con razón) que ese sería el camino más rápido para el final de la monarquía, en el segundo porque nunca se creyó mucho en un rey constitucional y parlamentario sino en un rey de partido. De los errores se aprende y el cometido el 3 de octubre de 2017 no debería repetirlo: si alguien tenía que poner la cara política era el presidente del Gobierno, no el rey (por cierto, el presidente era entonces del mismo partido que ahora ofrece al rey protección política frente a sus enemigos).

Si logra situar su reinado en ese plano de abstracción respecto del poder político, junto con el encaje de bolillos en su propia casa al que le obiga la herencia de su padre, quizá Felipe VI logre asentar esta joven monarquía que nació cuando él era un niño. O pasa a la historia como Felipe el abstraído o más vale que lidere él mismo el tránsito a la III República española.