Los focos se apagan, las cámaras se retiran, los periodistas abandonan el país y solo quedan unos cuantos de esos antes conocidos como freelance, autónomos de toda la vida, y que ahora son llamados “nómadas digitales”. Es lo que pasa en cualquiera de las crisis que se suceden a lo largo y ancho del planeta, que pasados unos días, pocos, el punto informativo está en otra parte y quienes necesitan continuar siendo visibles pasan directamente al ostracismo. Son las “crisis olvidadas”, situaciones que se prolongan en el tiempo, graves, pero que no reciben ni la atención internacional que merecen ni el compromiso político para resolverlas ni el interés de los medios de comunicación.

Cuando las tropas estadounidenses abandonaron Afganistán el foco se puso especialmente sobre las mujeres. A todo el mundo le preocupaba extraordinariamente lo que podría pasar con esa parte de la población que aún sin tener reconocidos todos sus derechos y sin poder ejercerlos plenamente había conseguido acceder a la universidad, a los centros de trabajo, a la sanidad e incluso a la judicatura. También consiguieron en algunas zonas librarse del burka e incluso tener teléfono móvil. Nos preguntábamos qué sucedería con la vuelta de los talibanes al poder, una vuelta que ellos mismos intentaron blanquear asegurando que las mujeres continuarían en los puestos que habían alcanzado pero aplicando su interpretación de la sharía.

 

Los focos se han apagado, los periodistas se han ido pero las mujeres permanecen ahí, escondidas y velando por salvar su vida

 

Han pasado solo unas semanas y ya vamos viendo la cara de los nuevos talibanes. Caras nuevas con ideas viejas. Y con rabia y tristeza vemos que aquel movimiento de solidaridad con las mujeres afganas, aquel intentar que el máximo número de ellas saliese del país y pudiesen continuar con sus profesiones fuera de esa cárcel ha sido sustituido por otras preocupaciones más o menos cercanas. Sabemos que sus derechos son de nuevo pisoteados y que saltarse las normas les cuesta la vida pero estamos a otras cosas. Ni solidaridad ni sororidad.

Los primeros días tras el retorno talibán al poder sirvieron a las afganas para organizarse mínimamente y, en algunos casos, echarse a la calle para reivindicar los derechos conseguidos. Admiramos su valentía, su decisión de decir a la cara a sus opresores que no estaban dispuestas a meterse en casa, a salir de la universidad, a permitir que niñas de once años acaben casadas con hombres de sesenta, a pasear siempre vigiladas por un hombre, a vestirse con un burka y a renunciar a su libertad. Pero esa admiración y esa necesidad de apoyar su causa como si fuera nuestra se ha diluido.

 

Mientras no desaparezcan los opositores esos derechos serán tremendamente frágiles. Más aún cuando esos radicales están dispuestos a matar a aquellas mujeres que no sigan sus normas

 

Con el paso de los días se ha reducido el número de mujeres que se atreven a manifestarse en el país afgano para reclamar, sobre todo, que les permitan formarse y que la educación de las niñas y las mujeres sea prioritaria. La última convocatoria fue disuelta a tiros y con el robo de los teléfonos móviles de los presentes. Como buenos dictadores no quieres testimonios gráficos de sus fechorías.

Mientras en las calles esas pocas valientes reclaman educación, el nuevo rector de la Universidad de Kabul, Mohammad Ashraf Ghairat, dictamina que hasta que no se proporcione un entrono islámico real para todos, no se permitirá a las mujeres ir a la universidad ni trabajar. De un plumazo y con una sola frase se carga el derecho más básico y con más impacto en la vida de las personas, el derecho a la educación. Más allá de la enseñanza secundaria, las mujeres tampoco podrán continuar en los centros.

Las prohibiciones atentan contra cualquier aspecto de la libertad. “El color de sus vestidos no deberá ser atractivo, no deben oler bien ni echarse perfume y tampoco deberán llevar zapatos de tacón porque incitarían a los hombres a cometer malas acciones contra ellas”. Esto lo decía en la televisión pública afgana uno de sus nuevos dirigentes. Nada que nos sorprenda viniendo de donde viene.

 

Con el paso de los días se ha reducido el número de mujeres que se atreven a manifestarse en el país afgano para reclamar, sobre todo, que les permitan formarse

 

Todo esto va cuajando frente al mundo que abandonó a las afganas hace solo un mes. Los logros obtenidos, la presencia de las mujeres en los tribunales, en los medios de comunicación, en las empresas, en el deporte y en tantos otros ámbitos, esos derechos, no han sido otorgados por los poderes políticos sino que son el resultado del incansable trabajo llevado a cabo por el feminismo afgano. Pero una vez más no debemos ceder ante la ilusión de los derechos que se consiguieron ni pensar que se alcanzaron de manera irreversible. Mientras no desaparezcan los opositores esos derechos serán tremendamente frágiles. Más aún cuando esos radicales están dispuestos a matar a aquellas mujeres que no sigan sus normas.

Los focos se han apagado, los periodistas se han ido pero las mujeres permanecen ahí, escondidas y velando por salvar su vida. No podemos mirar hacia otro lado mientras el Ministerio para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio, antes Ministerio de la Mujer, sigue dictando normas que las aíslan prohibiéndoles incluso el uso de teléfonos móviles inteligentes. Así cada vez sabremos menos de lo que les sucede y, como en la canción, la distancia será el olvido. No lo permitamos.