Que el debate público está orillado por un determinado marco de tiempo en el que caben pocos temas es algo que sabemos desde hace tiempo. La actualidad corre a una velocidad que nos parece frenética, sin darnos tiempo a madurar ni digerir los acontecimientos del día a día. Salvo la gestión de la pandemia, que nos acompaña desde hace casi año y medio, vivimos centrifugados por una lavadora que ahora se enciende a las doce de la noche: metidos en un tambor damos vueltas de un tema a otro, sin tiempo aparente para entender qué es lo que nos pasa, convencidos de que vivimos en un mundo acelerado.

Pero la realidad de fondo es diferente, muchas de las cuestiones, ahora conocidas como transformaciones, que van a determinar nuestras vidas, llevan fraguándose desde hace tiempo: igualdad, renta básica, transición ecológica de la energía, robotización, inteligencia artificial, son cuestiones que como el txirimiri, nos han mojado poco a poco hasta que, ya sin vuelta atrás, tenemos que cambiarnos de ropa porque con la que llevábamos ya no llegamos a ninguna parte.

 

La educación es una de estas transformaciones pendientes que sigue sin conseguir un consenso mayoritario sobre el que articular una transformación que lleva mucho tiempo pendiente

 

Las transformaciones suelen generar optimismo para quiénes las protagonizan porque se sienten parte de ellas, ansiosos ante la posibilidad de confirmar una sospecha, una sospecha sobre una realidad que hace tiempo descubrieron que merecía ser cambiada: la lucha por la igualdad de género es un ejemplo de ello, la lucha contra el cambio climático, otra.

Pero hay otras transformaciones que no llegan, que no consiguen ese goteo constante, que no generan optimismo, que no son capaces de movilizar a una parte mayoritaria de la sociedad. La educación es una de estas transformaciones pendientes que sigue sin conseguir un consenso mayoritario sobre el que articular una transformación que lleva mucho tiempo pendiente.

 

La actualidad corre a una velocidad que nos parece frenética, sin darnos tiempo a madurar ni digerir los acontecimientos del día a día

 

Euskadi se enfrenta en esta legislatura, a la tarea pendiente de aprobar la nueva Ley Vasca de Educación que debe transformar la educación para adaptarla a los retos del S. XXI. Una tarea que debería generar ilusión en la comunidad educativa; una tarea que debería dirigir a los actores políticos y sociales a generar masa crítica favorable a las políticas públicas de educación; una tarea que debería focalizarse en identificar cuáles son las prioridades que quiere abordar el sistema educativo vasco, a qué problemas concretos quiere dar respuesta: segregación, diversidad socioeconómica del alumnado, autonomía de los centros, cualificación del profesorado; una tarea que necesitará de la implicación de los municipios como conocedores de la realidad sociodemográfica donde se ubican los centros educativos. En definitiva, se debería generar optimismo y dinamismo alrededor de esta conversación pendiente antes de que se nos pase la legislatura, el reto lo merece. También podemos hablar de lavadoras y de planchar a las doce de la noche.