Todos hemos puesto alguna vez cara de incredulidad cuando hemos leído u oído del tipo ese al que le vendieron la estatua de la libertad. Pues ya pueden ir corrigiendo el gesto porque es rigurosamente cierto. No la estatua de la libertad porque cae a desmano jurisdiccionalmente, pero sí la mezquita de Córdoba o la catedral de Sevilla, y así miles de ítems del patrimonio cultural español. El Gobierno ha remitido recientemente a las Cortes el informe que le solicitó a iniciativa del grupo socialista para conocer las dimensiones del roto que la reforma promovida por José María Aznar en 1998 del Reglamento Hipotecario ha hecho al legado cultural español. Son colosales: como si no hubiera un mañana, la iglesia católica ha realizado más de 30.000 inmatriculaciones en 22 años, casi cuatro diarias.

Aquel 4 de septiembre de 1998 en los cuarteles centrales de la iglesia romana en España no debían caber en sí de gozo. Aznar les estaba abriendo de par en par las puertas del Registro de la Propiedad y lo hacía dando la vuelta al calcetín: "se suprime por inconstitucional la prohibición de inscripción de los templos destinados al culto católico”. Como decía su preámbulo, venía a corregir una anomalía constitucional, como era el hecho de que la católica fuera la única iglesia que no podía registrar como propiedad suya los lugares de culto. Se cuidaba mucho de corregir otra anomalía constitucional que ahí ha estado hasta 2015, ni más ni menos: el artículo 206 de la ley Hipotecaria de 1946.

 Aznar generó el alineamiento perfecto para que la Iglesia se lanzara al ataque e inscribiera a troche y moche todo lo que por su propia naturaleza cualquier persona con sentido común habría supuesto inseparable del patrimonio del Estado

En un alarde de nacionalcatolicismo, como correspondía al momento, permitía a la Iglesia católica inscribir bienes “que le pertenezcan” mediante una monda y lironda certificación diocesana. Dicho de otro modo, Aznar generó el alineamiento perfecto para que la Iglesia se lanzara al ataque e inscribiera a troche y moche todo lo que por su propia naturaleza cualquier persona con sentido común habría supuesto inseparable del patrimonio del Estado.

Cuando un particular recurrió la inmatriculación de la mezquita de Córdoba —hecha, como la mayoría, con una simple certificación diocesana— el Cabildo catedralicio buzoneó la ciudad para explicar que, en realidad, con ello estaba regularizando algo que “siempre fue suyo”. La apariencia desde luego la tiene, quién lo va a negar, pues desde 1236 nadie más usa ese espacio para el culto que la Iglesia católica. Pero ¿y más allá de la apariencia, que es lo único que, por otra parte, puede certificar la diócesis?

Pues más allá de esa apariencia de propiedad, en realidad no hay nada sustantivo. Cuando la iglesia católica dice que la catedral tal o el templo cual “siempre fue suyo” en realidad debería decir que “siempre lo usó”, lo que es bien distinto, sobre todo los que arrastran ese uso desde hace siglos, que son, obviamente, los que más interesa recuperar para el patrimonio del Estado. Estos templos, por lo general, fueron concedidos por los monarcas (de las diferentes monarquías peninsulares) a dicha iglesia para que allí administrara el culto divino y se pagaron con tributos específicos para ello. Téngase presente que cuando se construyeron la mayoría de esos templos, la Iglesia católica era, para entendernos, parte de lo público. Los templos eran tan del público como las casas consistoriales y así lo entendieron los liberales cuando decidieron vender “la masa de bienes de la Nación” (no de la Iglesia, porque no lo eran). Unos bienes que habían estado afectos a la Iglesia para un uso determinado se destinaban ahora a otro (pagar la deuda). Simple ¿no?

Pues no tanto, porque este país de revolucionarismo interruptus enseguida echó el freno. Nuestra primera ley hipotecaria, la que crea el Registro en 1861, metió por la puerta de atrás la posesión como un hecho inscribible: no tengo evidencia alguna de que esto es mío, pero he aquí unos testigos que lo afirman y vengo a registrar la posesión (no la propiedad). Así, por ejemplo, las casas nobiliarias una y otra vez hasta 1946, cuando la ley franquista antes mencionada acabó con esta incursión del Antiguo Régimen en la España contemporánea…, pero abrió la puerta a que la Iglesia inscribiera con simples certificados propios el huerto, el garaje, las viviendas, las dependencias. Añádase el redondeo de Aznar en 1998: y los templos. Bingo. Ahora la carga de la prueba la tiene el Estado si quiere recuperar la mezquita de Córdoba o la catedral de Sevilla para su patrimonio. Eso sí, les puedo adelantar desde ya quién no va a pagar los más o menos 600 millones que cuesta mantener en orden ese patrimonio. ¿Qué cara se les queda?