En su libro, ‘Estados Nerviosos. Cómo las emociones se han adueñado de la sociedad’, William Davies se pregunta si una multitud existe primordialmente para poner de relieve el sufrimiento o para mostrar una amenaza. Esta pregunta sobrevuela los televisores y las emisoras de radio mientras vemos los disturbios producidos en diferentes ciudades tras el encarcelamiento de Pablo Hasél: ¿muestran un sufrimiento o son una amenaza? De fondo, el debate sobre la libertad de expresión y la situación de las personas jóvenes; en primera línea, sin embargo, una evidencia más de cómo en “la economía de la atención” en la que todos los medios de comunicación están compitiendo, difundir el ultraje atrae más que la calma y la racionalidad. Emisiones en directo desde las cadenas estatales, debates aireados en las redes sociales que, una vez más, muestran como la indignación y la rabia tienen una enorme capacidad para mover a la gente en una dirección u otra.

Sin embargo, la historia reciente lo que nos muestra es algo diferente: lo que realmente ha movilizado a las multitudes, y principalmente a un mayor número de personas jóvenes, ha sido con mayor frecuencia la oposición a la violencia que el deseo de ésta, ha sido más la muestra de una preocupación que la voluntad de erigirse en una amenaza.

En el ámbito concreto de las decisiones políticas la participación de las personas jóvenes es residual

Las grandes movilizaciones feministas de 2018 y 2019 o la gran movilización global contra el cambio climático, 'Fridays for Future', hicieron que miles de jóvenes salieran a la calle. Frente a la violencia, como bien señala Willian Davies, estas movilizaciones canalizaban una emoción diferente, desafiante pero pacífica, al reunir a una masa de personas diversas como muestra de una humanidad compartida más que de una amenaza colectiva. Pese al tiempo transcurrido, las dos movilizaciones muestran una población joven comprometida y preocupada por las políticas de bienestar y por el futuro del planeta, y los últimos estudios publicados sobre población joven así lo confirman, pese al desanimo agudizado por la pandemia. Una generación a la que no oímos porque sus voces no están presentes ni en los espacios de opinión ni en los lugares de decisión.

La “generación tapón” descrita por Josep Sala i Cullell en su libro del mismo título, aquella que forma la generación nacida entre 1940 y 1965, ocupa los puestos de dirección desde los años 80-90 de un sistema con el que han podido vivir mejor que sus padres, pero en el que ya no puede asegurar que sus hijos e hijas disfruten del bienestar que ellos consiguieron.

Lo que realmente ha movilizado a las multitudes, y principalmente a un mayor número de personas jóvenes, ha sido con mayor frecuencia la oposición a la violencia que el deseo de ésta

En el ámbito concreto de las decisiones políticas la participación de las personas jóvenes es residual. El Gobierno Vasco actual está compuesto en su inmensa mayoría por un equipo de gobierno nacido entre 1957 y 1965 (sólo cuatro consejeras o consejeros nacieron entre 1965 y 1970, y sólo uno después de 1980), lo que supone decisiones políticas que responden a lógicas de una generación que se está encontrando ante la necesidad de gestionar una de las mayores transformaciones sociales, tecnológicas y medioambientales recientes.

En un momento en el que no sobra ni una idea, incorporar la mirada, el conocimiento, la opinión y el entusiasmo de las nuevas ideas que brotan de las generaciones más jóvenes debería estar también en la voluntad de quien toma decisiones y de quien define los espacios de opinión. ¿O vamos a seguir escuchando siempre a los mismos?