Al principio de esta segunda ola de la pandemia, cuando empezaron los primeros brotes en Euskadi, un probo ciudadano compartía con el periodista que le entrevistaba su asombro porque en un merendero se hubiera producido un brote: “este es un sitio de familias -decía- no de contagio”. Encantador. Cuando en Madrid se desató la segunda ola, los responsables políticos se hartaron de decir que era cosa de los jóvenes y de sus fiestas descontroladas. Estos días vemos a los hosteleros protestar afirmando, con toda razón, que ellos “no tienen la culpa” y que no merecen que se les cierre.

Ni las familias del merendero, ni los jóvenes, ni los hosteleros tienen la culpa; claro que no. De hecho nadie tiene la culpa, al menos nadie que merezca el castigo de enfermar o de que le arruinen el negocio. ¿Entonces? Si no tienen culpa, ¿por qué se les castiga?

Nos resulta enormemente incómodo aceptar que pueda haber castigo sin culpa previa. Es lo que aprendimos de la formación religiosa que nos tocó a la mayoría y con esa visión nos hemos quedado. Con esa y con la falta de formación científica que también padecimos.

No entendemos, o muy poco, de estadística, que es una herramienta científica fría, inmisericorde e inhumana. A la que le da lo mismo la bondad o maldad y que solo entiende de grandes números y de oportunidades de que un evento suceda. Puede que entre los profesionales a los que estamos recurriendo para controlar la pandemia nos falten los actuarios, los expertos (normalmente de aseguradoras) que son capaces de saber la probabilidad de que se me reviente la lavadora o de que me mate en mi moto.

Nos resulta enormemente incómodo aceptar que pueda haber castigo sin culpa previa. Es lo que aprendimos de la formación religiosa que nos tocó a la mayoría y con esa visión nos hemos quedado. Con esa y con la falta de formación científica que también padecimos.

 

Pensar en nosotros mismos como piezas de un simple juego de probabilidades es una forma de vernos profundamente perturbadora. Nos convierte en nada y atenta contra nuestra autoestima como seres humanos. Por eso preferimos creer que existen razones y no solo números detrás de las desgracias que nos suceden. 

Cierran los bares, que tienen menos contagios, no porque se lo merezcan sino simplemente porque no se pueden cerrar las familias, aunque tengan más contagios. Reducir las ocasiones de contacto es un objetivo cruelmente estadístico y, por eso mismo, se cierra lo que se puede cerrar y se deja lo que no hay más remedio que dejar (familias, trabajo, metro, supermercados, farmacias) no porque sean estas actividades “virtuosas” sino porque no queda otra.

Cierran los bares, que tienen menos contagios, no porque se lo merezcan sino simplemente porque no se pueden cerrar las familias

 

El virus no reconoce derechos, ni justicia, ni méritos, ni nada de lo que consideramos valioso. Es más, posiblemente el SARS-CoV-2, que tiene nombre de versión de un programa informático, nos ha vuelto a recordar que somos en el fondo una especie exitosa de primates y que nuestra tecnología y el dominio que creíamos ejercer sobre el planeta ha servido esta vez justamente para que pudiera extenderse en semanas lo que en otros tiempos tardaba años o siglos.

Por cierto, hablando de estadísticas, recuerdo el día en que mi abuela me contó cómo, cuando ella era joven, veía recoger cada día los cadáveres en carros de mulos por la calle Ledesma de Bilbao cuando la gripe española. Nos parece que hace mucho, pero son solo dos generaciones de mi familia las que han pasado entre una y otra pandemia. Estadísticamente es un suspiro en la historia y estadísticamente también más vale que estemos atentos a la próxima. Maldita estadística, ¡cuánto mejor lo del pecado y la culpa!