Como es bien sabido, nuestra Constitución fue elaborada por unas Cortes que no fueron convocadas como constituyentes. La ley que permitió su formación mediante elecciones democráticas en junio de 1977, la Ley para la Reforma Política, preveía otras dos posibilidades consistente una en que la Constitución la propusiera el Gobierno y la sancionaran las Cortes y un referéndum y otra, en que lo hiciera el rey. Adolfo Suárez llegó a tener al menos un par de proyectos elaborados, pero los resultados electorales, aun dando una clara victoria a su partido de 165 escaños no permitieron seguir ese derrotero. En una muestra de su olfato de Estado, Suárez descartó imponer con sus escaños junto a los de Manuel Fraga (que daban un mayoría de 181) cualquier proyecto constitucional. La Constitución requería de un consenso mucho más amplio si quería ser realmente un suelo político común.

Por ello sus señorías trabajaron intensamente para, en un complejo proceso de elaboración, tener un texto listo en poco más de un año. Aunque la imagen que nos queda de ese proceso está dominada por la idea de consenso, no fue sencillo alcanzarlo: UCD y AP comenzaron imponiendo su mayoría en la ponencia que redactó el primer borrador; el PSOE abandonó en un cierto punto dicha ponencia; Fraga amagó varias veces con hacerlo; UCD decidió romper la tácita alianza con AP y comenzar a trabajar con el PSOE; el PNV anduvo mareando la perdiz cuanto pudo (y no le fue nada mal, como partido, aunque como sociedad ello nos traería no pocos quebraderos de cabeza); había grupos o representantes concretos que abandonaban indignados alguna sesión.

Formó parte de aquel difícil consenso que las instituciones encargadas de hacer efectivos los equilibrios y contrapesos constitucionales fueran electas y renovadas periódicamente

Sin embargo, finalmente y exceptuando de entre los esperables al PNV, se acabó llegando a un texto asumido desde el Partido Comunista hasta Alianza Popular. No sintonizaron ni los partidos independentistas, ni la extrema derecha, ambos casi insignificantes en aquellos momentos (Esquerra Republicana de Catalunya tenía un diputado y el embrión de Herri Batasuna otro; la extrema derecha, ninguno). El día 20 de julio de 1978 solamente votaron en contra del texto en el Congreso el diputado de lo que sería a renglón seguido de HB (Francisco Letamendía) y Federico Silva Muñoz, de Alianza Popular (el resto del grupo se abstuvo). Uno de ellos votó en contra por ultranacionalismo (vasco) y el otro también (español). Todo un síntoma.

El variopinto resto de grupos políticos estaba de acuerdo en algo esencial: querían un Estado social y democrático de derecho. Por ello pusieron especial cuidado en el diseño de la estructura institucional básica de dicho Estado, generando un sistema no solo de separación de poderes sino, tan importante como ello, de controles cruzados entre los mismos. Como ya se sabía por la historia constitucional precedente, no solo española, ese cruce de controles y equilibrios entre poderes es uno de los nudos que ata el conjunto del sistema constitucional. Ahí es donde están las válvulas que permiten bloquear una decisión del Legislativo o del Ejecutivo que lesionen algún principio básico de la Constitución, o que algún poder autonómico pretenda alterar ilegalmente su propio sistema estatutario, por mencionar casos que luego se demostraron reales.

Poca duda puede quedar de que dicha exigencia se establece con el deliberado fin de bloquear el funcionamiento del Estado en la esperanza de que ello conduzca a unas elecciones anticipadas

También formó parte de aquel difícil consenso, sin embargo, que las instituciones encargadas de hacer efectivos los equilibrios y contrapesos constitucionales fueran electas y renovadas periódicamente. Tanto les importaban concretamente dos fundamentales a estos efectos (el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial) que establecieron la necesidad de que contaran para su nombramiento por las Cortes con la misma mayoría que se requiere para una reforma de la propia Constitución (tres quintas partes de ambas cámaras). Con ello, como repitió en 1985 la Ley orgánica que regula el poder judicial, se quería evitar que una “mayoría parlamentaria concreta y coyuntural” se impusiera en el nombramiento de dichas magistraturas tan relevantes. Por lo tanto hay dos principios que respetar: que esas instituciones se nombren de manera consensuada y, tan importante como ello, que se renueven, que no ejerzan funciones más allá de un tiempo claramente determinado.

Establecer como argumento para negarse a cumplir el mandato constitucional que se hará cuando se acepten las condiciones impuestas por un partido es, cuando menos, un fraude de Constitución. Pero si, además, dichas condiciones implican una evidente alteración de la Constitución, poca duda puede quedar de que dicha exigencia se establece con el deliberado fin de bloquear el funcionamiento del Estado en la esperanza de que ello conduzca a unas elecciones anticipadas, que es lo que en el fondo parece exigir con su bloqueo el Partido Popular. Nuestro Estado democrático no funciona correctamente sin renovar esas instituciones, pero puede no llegar a funcionar en absoluto si ese bloqueo se alarga aún más. Esto lo sabe cualquiera que sepa leer y sumar. En el PP saben hacerlo, pero lo decepcionante es que hayan decidido tirar del fraude constitucional para conseguir su objetivo político de unas elecciones anticipadas.