Corría el verano de 2008 cuando el entonces vicepresidente segundo y ministro de Economía, Pedro Solbes, pedía sacrificios tanto a empresarios como a trabajadores. Y es que, como bien decía, tras haber estado subidos “al carro de trece años de crecimiento”, tocaba hacer las cosas de otra manera ante la crisis financiera que golpeaba duramente.

Si bien el endeudamiento público del Gobierno en el año 2007 no era extremadamente alto -del 50% del PIB- y más reducido que el de algunos de los países de nuestro entorno, sí lo eran el endeudamiento de los hogares -100% del PIB- y el de las empresas -200% del PIB-. Estaba claro que, tal y como se repetía una y otra vez por aquel entonces, habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades y teníamos que arreglarlo entre todos. Entre todos. Aunque el 10% de los hogares más ricos concentraran el 40% del total de las deudas de los hogares o que el 95% de las deudas empresariales estuvieran en manos de las grandes empresas.

 

Estaba claro que, tal y como se repetía una y otra vez por aquel entonces, habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades y teníamos que arreglarlo entre todos

 

Como era de esperar la cuenta no la pagamos entre todos. Los que comían arroz tuvieron que hacerse cargo también del marisco de unos pocos. El 10% más rico de la población pasó de concentrar, según el Banco de España, el 44% de la riqueza en 2008 al 53% en 2014, mientras que el salario real de las rentas más bajas se hundió un 30%.

Más de una década después nos encontramos sacudidos por otra crisis económica y las recetas de apretarse el cinturón se repiten. Aunque sea un proceso doloroso “hay que hacer sacrificios ahora para asegurar los empleos a medio y largo plazo”, afirmaba esta misma semana José Ignacio Goirigolzarri, presidente de Caixabank. Sin embargo, tal y como demuestran los indicadores y los datos con los que contamos, las estrategias de “moderación salarial” están lejos de ser el problema central de nuestra economía. De hecho, por muy grandes y dolorosos que hayan sido los sacrificios realizados durante la última década, desde el año 2008 cientos de miles de empleos han sido destruidos. En la CAE, por ejemplo, contábamos durante el primer trimestre de 2021 con 103.100 personas ocupadas menos que en el año 2008.

 

El peso de la actividad industrial en la CAE se ha reducido desde el 31% sobre el PIB en el año 2000 hasta el 24,2% en el año 2019. Una pérdida del 22% en lo que llevamos de siglo

 

La pandemia ha levantado alfombras y ha dejado al descubierto gran parte de los problemas que la política no ha sabido o no ha querido resolver durante las últimas décadas. Cuando era el momento de prepararse para hacer frente a los retos socioeconómicos que tendríamos que afrontar en el siglo XXI, la estrategia política se orientaba a incrementar la burbuja inmobiliaria y a apostar a caballo ganador de corta carrera a través de la terciarización de la economía, pasando de puntillas por la más que necesaria reindustrialización. Para muestra un botón: el peso de la actividad industrial en la CAE se ha reducido desde el 31% sobre el PIB en el año 2000 hasta el 24,2% en el año 2019. Una pérdida del 22% en lo que llevamos de siglo.

Y de aquellos polvos vienen estos lodos. Un modelo económico que no es capaz de sobreponerse ni de adaptarse a los ciclos económicos y que sus consecuencias ya están cebándose con quienes menos tienen. Durante el último año las personas más pobres han perdido siete veces más renta que las personas más ricas y hasta un millón de personas más se van a situar por debajo del umbral de la pobreza en en el Estado español -llegando casi a los 11 millones-. ¿Tiene sentido que todos nuestros esfuerzos se vuelquen en mantener los empleos de un modelo económico que está a punto de cerrar la persiana o, por el contrario, debemos afrontar de una vez por todas una transición justa de la economía?

 

Hay un gran paquete de inversión pública encima de la mesa que debería garantizar que los sacrificios no van a venir otra vez por la parte más débil del contrato laboral

 

Tenemos pocas certezas acerca de las consecuencias tangibles que la Industria 4.0 traerá consigo, pero lo que sí sabemos es que va a tener unas implicaciones y unos desafíos muy grandes para la sociedad. Sin duda alguna en el contenido y en la organización del trabajo -cambiando la forma en la que el factor humano participa y añade valor-, pero también en las desigualdades. Los avances y la difusión de las nuevas tecnologías no han sido utilizadas para la búsqueda de una mayor igualdad socioeconómica durante las últimas décadas y es por ello que debemos ser cautelosos para que la Industria 4.0 no cree una mayor polarización regional en gran parte de las economías avanzadas, pudiendo intensificar también las desigualdades existentes entre las diversas economías mundiales.

Digamos, por tanto, adiós a los empleos del pasado y transitemos hacia los empleos del futuro. La hoja de ruta ya está marcada y Europa lo tiene claro: digitalización y economía verde. El cambio tendrá costes, indudablemente, pero hay un gran paquete de inversión pública encima de la mesa que debería garantizar que los sacrificios no van a venir otra vez por la parte más débil del contrato laboral. Dejemos de lado las políticas cortoplacistas y avancemos con el futuro como horizonte. Solo así conseguiremos dar la batalla de la transición de la economía de forma justa, ofreciendo respuestas a los retos del siglo XXI en lo económico, en lo social y en lo ecológico.