Como una hostia en el alma. Así recibimos la noticia del hallazgo del cuerpo de Olivia, la niña presuntamente secuestrada y asesinada por su padre junto a su hermana pequeña. Es el retorcimiento de la violencia machista a la que se ha dado en llamar vicaria porque se ejerce sobre una persona que sustituye al verdadero objeto de la ira, la mujer. Es habitual que sean niños porque simbolizan como nada el objeto de la ira, suelen estar más a mano, confían en el agresor y están indefensos. Toda una proeza.

Aunque Vox se empeñe en no apellidarla, para así ignorarla, esta es exclusiva y literalmente una violencia ejercida contra las mujeres y por el hecho de serlo. Es así, a mi juicio, porque responde a uno de los renglones torcidos de la modernidad, ese proceso histórico que nos condujo en Occidente de un mundo de reyes soberanos, privilegios, estamentos, confesionalismos e incertidumbre jurídica a otro de soberanía social, igualdad ante la ley, libertad de pensamiento y Estado de derecho. El tránsito fue complejo y largo e hicieron falta varias revoluciones, no pocas guerras y muchos ensayos constitucionales, pero, considerado a vista de marciano, en el período que media entre las revoluciones en América y Europa a finales del siglo XVIII y la actualidad, podría decirse que se ha ido decantando un mundo que se fundamenta, al menos idealmente (y no es poco), entre otros principios en dos que asumimos como indiscutibles: que los derechos lo son de toda clase de personas y que la legitimidad del ordenamiento jurídico descansa en la salvaguarda de los mismos y en el principio democrático.

 

Aunque Vox se empeñe en no apellidarla, para así ignorarla, esta es exclusiva y literalmente una violencia ejercida contra las mujeres y por el hecho de serlo

 

Ninguno de estos principios surgió con la modernidad, al contrario. Ahí está justamente una de las claves que explican el renglón su renglón torcido al que me refería y que, creo, está en la base de la violencia machista. Podríamos decir que la modernidad es, en buena medida, un complejo proceso de emancipación, es decir, de desprenderse de tutelas. Eso significa etimológicamente: no ir ya de la mano. Las naciones lo hicieron respecto de los reyes, atribuyéndose las cualidades del emancipado: ser a la vez libre e independiente. El súbdito emancipado fue el ciudadano y la sociedad emancipada la nación.

Pero, como vieron las pioneras de la emancipación de las mujeres, las revoluciones que trajeron la modernidad y el liberalismo al mismo tiempo que liberaban de tutelas a naciones y ciudadanos, estaban reproduciendo una antropología doméstica que bloqueaba cualquier posibilidad de prolongación de la emancipación hacia el interior de las familias. Si las constituciones habían acabado con la soberanía del rey, los códigos civiles empezando por el de Napoleón de 1804, reprodujeron la soberanía del varón en el ámbito familiar. Como dos famosos comentaristas del derecho civil español de mediados del siglo XIX afirmaron, la revolución se detuvo ante el dintel del espacio doméstico.

La emancipación de las mujeres quedó por tanto pendiente, como la de los desposeídos o como la de los negros en América. No es casual que negros, mujeres o trabajadores reutilizaran el lenguaje de la emancipación (ser libres e independientes) para articular sus discursos de liberación. De esas emancipaciones, la de la mujer presenta una complejidad añadida sobre la que se asienta en no poca medida le violencia machista.

 

Sí, contra lo que afirma la extrema derecha, hace falta una educación pública que forme hombres que asuman como un hecho incontrovertible la emancipación de las mujeres, es decir, que son tan libres e independientes como ellos

 

Lo que el liberalismo reprodujo hasta las primeras décadas del siglo XX fue una antropología que consideraba a la mujer un ser doméstico sometido permanentemente a la dependencia del varón, lo que hacía impensable su emancipación. Para que esta se diera tuvo que romperse con esa incapacitación pública de la mujer, que fue lo que mujeres como Clara Campoamor propugnaban en los años treinta. Sin embargo, como muchas pensadoras de variada ideología afirmaron, en el caso de las mujeres no bastaba con una habilitación pública (votar, ser votadas) porque la tutela que se debían sacudir de encima no era solamente pública sino principalmente privada. Dicho de otra manera: para que las mujeres realmente dejaran de ser personas domésticas, debían romper con dos tutelas, la pública del Estado y la privada del varón pater familias.

La primera, la del Estado, se ensayó en los años de la II República y, tras la nueva reclusión doméstica franquista, en los años setenta, completándose con la actual constitución y la legislación democrática. Pero en este caso eso no es suficiente, porque lo que la violencia machista manifiesta, entre otras cosas, es una negación de la emancipación de la mujer al interior del espacio doméstico: aquí mando yo, es el lema del que parte buena parte de esa violencia. Esa actitud genera una insalvable contradicción entre una libertad públicamente reconocida (aquí no mandas tú) y privadamente negada (pero quiero seguir haciéndolo).

Ese no es ya territorio solo de la legislación (en eso somos vanguardia) sino, sobre todo, de la educación. Sí, contra lo que afirma la extrema derecha, hace falta una educación pública que forme hombres que asuman como un hecho incontrovertible la emancipación de las mujeres, es decir, que son tan libres e independientes como ellos. En otras palabras, una educación que forme hombres modernos.